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Sospeché que Marta me engañaba con otro la tarde en que le pedí su teléfono móvil y, con voz nerviosa, me preguntó para qué lo quería. A partir de entonces, encontré siempre activada la contraseña de acceso a los mensajes y la lista de llamadas realizadas y recibidas vacía.
No tardé en descubrir quién era él, ni en imaginar cómo habría comenzado todo. Acababan de destinarle, desde su sede central, a la delegación en la que trabajaba Marta. Era un tipo atractivo, seductor y estaba solo en la ciudad.
Tampoco me llevó mucho tiempo conseguir que nos hiciéramos amigos. Siempre he sido afable, buen conversador, simpático y resultó sencillo abrirle la puerta a Marta para que lo introdujera en nuestro círculo de amistades.
Durante ese período, en el que Marta buscaba excusas nuevas con las que ausentarse, heredé la casa en la playa y me amparé en la necesidad de reformarla para pasar allí tres fines de semana de cada cuatro. Seis meses después, había cambiado techos y suelos, reformado la cocina y los baños, instalado las chimeneas de gas en las habitaciones y el salón y pintado o empapelado toda la casa. El tiempo invertido en la supervisión de la obra fue un regalo que les hice para que consolidaran los conocimientos de sus vicios mutuos. Y doy fe de que lo aprovecharon.
Según el plan inicial que le conté a Marta, para la cena de ayer seríamos seis, si bien al final sólo estábamos nosotros tres. Les expliqué que Lola, Paco y Lucía no se habían atrevido a hacer los ochenta kilómetros desde la ciudad en una noche tan fría y tormentosa. «Así que cenaremos nosotros tres solos» les dije, mientras volcaba el vino en el decantador, percibiendo el cruce furtivo de sus miradas.
Me resultó fácil generar una llamada de la central de alarmas de mi empresa (sólo tuve que soltar una rata en la oficina) y así poder excusarme, justo antes de los postres, diciendo que no podía dejar de atenderla. Que tendría que volver a la ciudad y ver que todo estuviera en orden. Que a pesar del clima, no me llevaría más de dos horas ir y volver. Que me esperaran con las copas servidas.
Me resultó tan fácil como manipular la llave del gas de la chimenea de la habitación principal de la primera planta y el interruptor de la luz, para que produjese la chispa necesaria.
Lo que nunca imaginé fueron sus prisas.
Lo que nunca pensé fue que llegase a ver la explosión por el retrovisor del coche, mientras trazaba la segunda curva de la carretera, camino de la ciudad.
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[Imagen obtenida de Google]