No es difícil imaginar su
contrariedad, porque hoy —a pesar de sus advertencias— le han marcado el
cuello con la fusta. Dos latigazos demasiado notorios como para no tener que
explicarlos a todos; a su jefe, a sus compañeros, a su mujer y a sus hijos, hasta
a sus subordinados.
Siempre les advierte que no
quiere marcas, que para eso paga lo que paga; que su sumisión tiene un límite,
que como no le obedezcan aquí se va a liar. Pero ellos —son dos, estos amos siempre
son dos— primero ignoran sus advertencias y sólo interrumpen sus insultos
cuando, mientras uno lo sodomiza, el otro detiene un instante los latigazos para
preguntarle –invariablemente- «¿qué se va a liar aquí si te marcamos, putilla?»
A pesar de la aversión que siente a partir del momento en que cierra la puerta del
piso a sus espaldas, esos son los únicos instantes que le dan sentido a su
vida. Ni su familia, ni su carrera, ni sus ascensos, ni su poder.
Esta inquina es lo que justifica su
actitud indolente y huraña hacia
la vecina que se cruza con él y le dedica un mohín de desprecio, justo en
el momento en que él simula atusarse su uniforme frente al espejo del portal,
con el único objetivo de comprobar cuánto se notan las señales en su cuello.
Se engríe al entrar en el coche y
ver la mirada cínica que su nuevo chofer le dirige, valiéndose del retrovisor,
antes de preguntarle «¿No pudo recuperarlo, mi Coronel?» Entonces recuerda el
comentario con el que justificó el desplazamiento fuera de la ruta prevista y
la espera en aquel vado. Antes incluso de que le dé tiempo a ordenarle que se calle y que
conduzca, mientras ve el reflejo de su infortunio en el cristal de la ventanilla, le oye escupir con ironía «No se preocupe, mi Coronel, me he encargado de conseguirle un
tricornio de su talla, que aunque esté usado, está impecable»
[Imagen obtenida en Google]
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