Cuando recibes el chivatazo de que el Fiscal Anticorrupción está detrás de la pista de las facturas falsas, el desvío de las subvenciones y los sobornos por las recalificaciones, decides que has de hacer algo de inmediato. Optas por valorar los pasos a dar con Mónica, porque después de doce años juntos estás convencido de que es la única persona de la que te puedes fiar. Tomáis la decisión de recurrir a Pablo, dado que además de no haber trabajado nunca contigo y ser el marido de tu sobrina, a sus treinta años ha demostrado que es tan buen abogado como pobre en escrúpulos. Setenta y dos horas después, el plan se ha ejecutado con precisión. Las cuentas bancarias nacionales casi vacías, los expedientes de suspensión de pagos de las sociedades presentados, todo el dinero desviado a Belice –aunque tú creas que es mejor Gibraltar– sin dejar rastro, en cuentas cifradas con Mónica como único usuario autorizado, las propiedades también a nombre de ella y cien mil euros en efectivo en casa para capear los meses que se avecinan.
Lo que resulta imposible de prever es el secuestro exprés, a manos de los sudamericanos, que sufrís dos semanas mas tarde a la salida del restaurante. El ataque de pánico que padeces –con descontrol de esfínteres incluido– demuestra que hasta Mónica, que es quién más golpes recibe, tiene más entereza que tú. Las joyas y el efectivo que conservas en casa resultan muy poco botín. Ellos están seguros de que debe de haber más en algún sitio. Llevándose a Mónica –que te mira suplicante con el ojo que aún puede abrir a la vez que intenta esbozar una sonrisa de consuelo– te dan treinta y seis horas de plazo para entregar el medio millón que quieren. Sin ella tú ya no tienes acceso a tu fortuna y dos días después aparece el cuerpo de una mujer quemado en el maletero de tu coche, que arde en el solar de la última promoción que dejaste sin ejecutar, en aquella carretera comarcal que baja a la playa.
Cuando, además de la imputación por cohecho, prevaricación y alzamiento de bienes, el juez instructor te explica que eres sospechoso de ser el autor intelectual de la desaparición y presunto asesinato de Mónica, sabes que sólo te queda la salida de la confesión. Incluso antes de que se llegue a descubrir que el cuerpo del maletero pertenece a una prostituta colombiana desaparecida, es al intentar localizar a Pablo –cuando tu sobrina te explica que él salió de viaje sin avisarle y que no sabe dónde está, ni le responde a sus llamadas al móvil– que las piezas empiezan a encajar. En una regresión paulatina de recuerdos vas recuperando esas imágenes que nunca dejaron de molestarte en la memoria; las miradas cómplices entre Pablo y Mónica mientras firmabais los documentos, la insistencia de ella en que fuera él quién lo arreglara todo, las risas de ambos en las reuniones familiares, aquel «Tía Moni» meloso con el que comenzó a llamarla en la fiesta de navidad de hace dos años, la respuesta de ella «de Tía nada, corazón, que sólo te llevo diez años». De pronto comprendes por qué ella nunca quiso hacer los trámites para convertirse en ciudadana europea, aunque su pasaporte brasileño le obligase a solicitar visas para viajar. Entonces comienzas a aceptar que lo único que te queda son diez años a la sombra para planificar tu venganza.
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[Imagen obtenida de Google]
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