
Llegas a urgencias inconsciente e inmovilizado en la camilla. Despiertas para oír cómo el médico que te atiende ordena «Resonancia y al quirófano». A pesar del dolor –agudo, abrasador- en lo único que piensas es en cómo explicarás qué hacías saliendo de aquel motel en vez de estar trabajando. Aún aturdido, traspasas las puertas del quirófano e intentas componer tu mejor gesto cuando, a pesar de todo el alboroto, entrevés quién será tu anestesista y suspiras pensando en que para él, tú solo eres uno más en esa tarde de tormenta.
Sabes -¿cómo no vas a saber?- que el Dr. Godoy es el marido de Martita, «el mejor culo que traspasara el portal del Club Náutico en sus ciento diez años de historia». ¿Cuántas rayas habréis compartido Martita y tú -aprovechando sus guardias y congresos- sobre la sonrisa indolente del doctor, en la foto de 20 x 30 en marco de plata maciza de su luna de miel en Nassau? Te alegras –y mucho- de que al llegar a urgencias te hubieran despojado del Tag Heuer que pertenecía a Godoy y que Martita te obsequió aquella noche en que le contaste cuánto deseabas tener un reloj así. «Ya lo convenceré de que lo ha perdido» te dijo mientras lo colocaba en tu muñeca izquierda. Ella siempre ha sido generosa, para regalar y para regalarse.
«¿Fumas mucho, verdad? Deberías dejarlo ya. Tu oxigenación en sangre es penosa» te dice Godoy en un tono de barítono que se impone al ruido que generan las enfermeras y las máquinas del quirófano. Respondes con tres síes murmurados con voz árida, porque –aunque encontraras las fuerzas suficientes- crees que es mejor que sugerirle que se vaya a tomar por culo.
«Ahora, tranquilito, vas a contar desde cien hacia atrás, que vas a dormir» te susurra Godoy al oído, como paladeando cada sílaba. Entonces le miras y descubres que esa sonrisa abúlica que le conoces forma parte de su estrategia para distraer la atención de la inquina que escupe su mirada aviesa. «Hi-jo-de-pu-ta» es lo último que le oyes mascullar antes de que se te cierren los ojos.
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[Imagen obtenida de Google]
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