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Al Profesor Paredes
Por las alegrías de la juventud.
Hacía meses que la nevera funcionaba con una intermitencia descontrolada. Tan pronto cubría las hojas de las lechugas de una escarcha densa con olor a chorizo, como parecía haberse puesto clueca y dispuesta a incubar los huevos que reposaban en la puerta.
Él, hombre previsor, metódico, sumido en una ataraxia inmutable y sin conocimientos de mecánica doméstica, bricolaje, electricidad o generación de frío, se desesperaba frente a la bipolaridad del aparato.
Ella, tan joven como despreocupada, espontánea y hermosa, ni siquiera había reparado en que algo no funcionaba bien. Toda su atención estaba concentrada en su alumno de la clase de Literatura de segundo de bachillerato. Aquel que –en arrebato temerario– le había confesado que ella era la mujer con la que siempre –un siempre de diecisiete años– había soñado. Ella hubiese preferido poder resistirse a su mirada de cómo me habré atrevido, pero lo cierto es que encalló en aquellos labios que instintivamente, como esponjas, sabían deslizarse por su cuerpo y encontrar el rincón de cada pliegue que la hacía estremecer.
Él, mientras tanto, dividía sus desvelos entre la patología de la nevera y la indiferencia de su mujer, que llegaba a casa cada día más tarde y con la intención única de revivir en duermevela sus días y no atender, ni aún despierta, a sus noches. Si bien él siempre consideró que la mejor forma de deshacerse de un problema es dejar que se diluya por sí mismo, transcurrido un tiempo que consideró más que suficiente, asumió que no podía seguir conviviendo con miedo a la salmonelosis y al desamor.
Cuando aquella noche sacó la tercera cerveza caliente de la nevera, supo que había llegado a su límite. Con decisión apartó el plato en donde aún humeaba su cena, tomó el block de la lista de la compra —que se sujetaba con un imán a la puerta del aparato enfermo— y se dispuso a redactar.
«¿Que escribes?» preguntó ella.
«Un anuncio clasificado» respondió él.
«¿Un anuncio clasificado? ¿Compramos o vendemos?» le interrogó sorprendida.
«Permuto» dijo él y leyó «Cambio mujer infiel por nevera que funcione»
Ella, tan joven como despreocupada, espontánea y hermosa, ni siquiera había reparado en que algo no funcionaba bien. Toda su atención estaba concentrada en su alumno de la clase de Literatura de segundo de bachillerato. Aquel que –en arrebato temerario– le había confesado que ella era la mujer con la que siempre –un siempre de diecisiete años– había soñado. Ella hubiese preferido poder resistirse a su mirada de cómo me habré atrevido, pero lo cierto es que encalló en aquellos labios que instintivamente, como esponjas, sabían deslizarse por su cuerpo y encontrar el rincón de cada pliegue que la hacía estremecer.
Él, mientras tanto, dividía sus desvelos entre la patología de la nevera y la indiferencia de su mujer, que llegaba a casa cada día más tarde y con la intención única de revivir en duermevela sus días y no atender, ni aún despierta, a sus noches. Si bien él siempre consideró que la mejor forma de deshacerse de un problema es dejar que se diluya por sí mismo, transcurrido un tiempo que consideró más que suficiente, asumió que no podía seguir conviviendo con miedo a la salmonelosis y al desamor.
Cuando aquella noche sacó la tercera cerveza caliente de la nevera, supo que había llegado a su límite. Con decisión apartó el plato en donde aún humeaba su cena, tomó el block de la lista de la compra —que se sujetaba con un imán a la puerta del aparato enfermo— y se dispuso a redactar.
«¿Que escribes?» preguntó ella.
«Un anuncio clasificado» respondió él.
«¿Un anuncio clasificado? ¿Compramos o vendemos?» le interrogó sorprendida.
«Permuto» dijo él y leyó «Cambio mujer infiel por nevera que funcione»
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[Imagen obtenida de Google]