martes, 16 de abril de 2013

DE IDA






Después de la pelea de cada mañana con Juan y los niños para que sean puntuales, sale de casa arrastrando el hastío como una sombra de alguien que no es ella. Piensa en si esta vez él conseguirá imponer su autoridad y logrará que la niña llegue, al menos, peinada al colegio o –una vez más– acabará encontrando algún pretexto que justifique su incompetencia como padre. Camina hasta la estación de trenes masticando la desazón que lleva años pegada a sus lágrimas insípidas. Intenta recordar la última vez que Juan y ella rieron al unísono y con ganas, pero no lo consigue. Se pregunta cómo dejaron de estar juntos para acompañarse –cenas en las que sólo se mastica–, cuándo perdieron la ilusión –aquella mañana en la que él llegó con la carta de despido–, dónde quedaron sus charlas interminables –horas de televisión en sofás diferentes y alejados–, por qué se escapó el deseo –meses de sexo escaso y orgasmos fingidos–. 

Mientras oye caer las monedas en el cajetín de la máquina expendedora de billetes, siente que cada clang es como una campanada doblando la muerte de sus anhelos. Ya en el andén, en tanto mira una y otra vez la puerta por la que ha llegado, piensa en que daría su vida porque éste fuera ese tren metafórico que no se puede perder porque no volverá a pasar. Espera –ingrávida– a que aquellos que conocen su destino se atropellen al bajar y sólo cuando el vagón queda vacío entra y se sienta. Apoya su cabeza en el cristal, como cada vez que conquista un asiento de ventanilla, pero –al contrario de lo que hace cada mañana– no cierra los ojos. Quiere ver cada segundo del viaje.


-oOo-

[Imagen obtenida de Google]