Me sorprendió cuando después de tanto tiempo sin moverse, escuchando una y otra vez la misma canción en sus auriculares, se giró hacia su bolso. Me preguntaba cuánto tiempo llevaría allí, de frente al sol, con la marea alta lamiendo el borde de su toalla.
Encendió un cigarrillo y dejó que el humo se enredase en su pelo antes de recuperar el mismo gesto inmóvil que mantenía desde hacía más de media hora. Abrazaba sus rodillas flexionadas y sus vertebras dibujaban una soga gruesa bajo la piel húmeda. A pesar de la persistencia de la música que martillaba sus oídos, el silencio parecía envolver una actitud que apestaba a olvido, apatía o desamor. Aparentaba mirar al horizonte, como esperando a que el sol se decidiera a esconderse detrás de aquel mar plano y vacío, que parecía la representación de su estado de ánimo.
Observando el contorno de su figura, el brillo de su pelo a pesar de la sal del mar, la tensión de la piel en su cuello y sus manos, conjeturé que no podía tener más de treinta y cinco años y si estaba en lo cierto, era la música que me llegaba en un bucle interminable lo que no acababa de encajar. Aquel “Rien de Rien”, que se repetía una y otra vez, se acercaba a mí oliendo a desdicha, mientras ella mantenía en su postura la tensión propia de quién ha estado cerca – de algo o de alguien – pero no lo suficiente.
En aquel setiembre, envenenado por la envidia del otoño, no tardaría en anochecer, y yo no dejaba de preguntarme cuál sería la estrategia más adecuada para acercarme a ella. Siempre he sido torpe en el juego de la seducción, pero aquella mujer estaba envuelta en una melancolía estridente que la hacía irresistible al hombre triste que siempre he sido.
Sólo cuando, tiempo después se giró quitándose las gafas de sol y me miró, comprendí que tenía frente a mí a la mujer con la que compartir el resto de mi vida. Los dos ocultábamos en nuestra mirada el estigma de los adictos al fracaso.
*