
La bisabuela de su abuela llegó al noroeste de La Española huyendo de un Auto de Fe. Su condición de polizón y de bruja perseguida le empujó al noroeste de la isla, en cuyos bosques se instaló y acabó añadiendo a sus conocimientos los secretos del vudú. Por las profecías que dejó escritas, y que llegaron a sus manos a través de las generaciones y las distintas migraciones de su familia, sabía que aquel de sus descendientes que la venerase sería afortunado y feliz, siempre que cumpliera con los preceptos y no olvidara las advertencias —algunas crípticas, otras demasiado obvias— que acompañaban los textos proféticos.
Cuando su madre vio la pasión pueril con la que él se entregaba a descifrar los manuscritos que contenían aquel centenar de folios de lino, que le entregó envueltos en una seda negra pespunteada con hilos dorados el día de su decimotercer cumpleaños, se rió de él y le dijo que ella podría resumirle los miles de palabras ininteligibles de la vieja en dos frases: «En este mundo se hacen y en este mundo se pagan» era la primera. La otra era igual de fácil y casi idéntica en su fondo: «Quien a hierro mata, a hierro muere». También le dijo que la única advertencia que siempre había cumplido era la que contenía la hoja rasgada justo en el centro: «Si la noche te envuelve en un cementerio con deudas en tu conciencia, no saldrás de allí»
El paso del tiempo le transformó en un hombre abocetado por la codicia y la atonía moral. La primera vez que fue consciente de la envidia que los demás le generaban fue cuando se preguntó por qué no gozaría él de la presciencia que iluminó a aquella vieja bruja que, «al fin y al cabo, no había sabido utilizarla para enriquecerse». Al concentrar todo el esfuerzo en su ascensión al éxito, olvidó los manuscritos, que tanto le habían obsesionado, en el fondo del cajón de los álbumes fotográficos que acumulaban telarañas en el trastero. En todo el tiempo que les había dedicado, no había obtenido nada de ellos.
Aquel atardecer temprano de un diciembre frío y despejado, en el entierro del Consejero Delegado de la empresa, pudo sentir las miradas subrepticias de admiración que acariciaban su espalda. En pocas horas él sería el elegido para ocupar la plaza del consejo que había quedado vacante. Debía exteriorizar menos tribulación que fuerza de ánimo, pero la suficiente aflicción como para parecer dolido por la pérdida. Recibió pésames sinceros y abrazos carentes de sentimientos junto a la familia, y cuando ya todos se marchaban, insistió en que necesitaba quedarse allí para despedirse, «no de mi mentor, sino de mi padre profesional»
Una vez en soledad, se giró para apreciar la calidad del mármol del panteón familiar del difunto. Después de repasar el detalle con que estaban esculpidas las alas de los dos ángeles taciturnos que guardaban la entrada, alzó la vista y notó que anochecía. Un cielo turbio, como del color de la sangre sucia parecía descansar en las copas de los cipreses. Treinta y cinco años después recordó la única advertencia de la abuela bruja que su madre siempre había cumplido.
«No tengo nada que temer» masculló, en tanto buscaba el camino para salir de allí.
«Sí tienes», dijo una voz que sólo él pudo oír.
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[Imagen obtenida de Google]
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